lunes

Si me oyes



I

Si me oyes,
si desde algún lugar puedes oírme
y no es mucho pedir,
escucha:
              te lloré
pero el tiempo pasó, ha pasado
como un pañuelo por mis ojos.
Ya soy capaz de escribirte el poema.
Es como llevarte flores
y hacerte compañía, hacernos compañía un rato.

Rosas, claveles, nomeolvides, violetas, crisantemos...
(El ramo debería ser igual que tú de generoso).






II

Si me oyes,
si no es una quimera que me oigas,
deja que vuelva atrás por un momento.

Soy de nuevo un bebé tranquilo
y en tus manos, pequeñas y robustas,
miro a mi alrededor 
con el asombro propio de mi edad.
No sé lo que es la vida,
no lo sé pero te sonrío
y sonrío en señal de gratitud.

Me enseñarás a caminar, en el más amplio sentido,
y me serás leal como el tronco a la rama.
¿Cómo voy a negar, cuando te mueras,
la existencia del cielo?
A pulso te lo habrás ganado
en mis recuerdos.





III

Si me oyes, si más allá de tus cenizas me oyes, permíteme que comparta contigo algo singular que me sucede: desde que tu voz se ha convertido en el silencio (tu voz antaño acogedora y cálida como una sala con chimenea) me da la sensación de estar, cuando hablo contigo, hablando con Dios; y pienso entonces, lo estoy pensando ahora, en la idea de un Dios personal, imaginándolo idéntico a ti: un Dios que fuese bajito, cascarrabias, simpático, sufrido, tierno, buena gente; un Dios, en fin, en el que incluso el más escéptico podría creer.





IV

Si me oyes,
si maltrecho siquiera el poema te alcanza,
me gustaría hacerte una pregunta
(por supuesto retórica):

¿A que fuerzas oscuras has persuadido,
con tu pico de oro,
para que sigamos enteros?

Partidos por la mitad
tendríamos que encontrarnos, por lógica,
quienes tanto te quisimos.
Partidos por la mitad:
mitad esposa, mitad viuda,
mitad hijos, mitad huérfanos.





V

Si me oyes, si el halcón mensajero de mi voz te entrega estas palabras y las miras no digo ya con aquellos tus ojos grises como días azules o azules como días grises –nunca supe, perdóname, exactamente cómo eran– sino, al menos, con unos ojos nuevos y gloriosos, gloriosos, gloriosos, mándame una señal, por favor te lo pido, mándame una señal. Por ejemplo: haz que se publiquen en deliciosa edición, la que tú te mereces, y me llene de fe, de inquebrantable fe leyéndolas.





VI

Si me oyes,
si nada ni nadie nos impide el diálogo,
decirte que me calo en ocasiones tu sombrero
(uno de tu modesta colección)
no porque te eche en falta
sino porque me gusta, simplemente,
y noto que con él camino con gran swing.

Me impresiona, por cierto, la imagen que conserva:
tú quitándotelo,
como el perfecto caballero que eras,
al entrar en la muerte.





VII

Si me oyes,
si aunque sea sin ti me oyes,
el poema es un éxito
absoluto.
               Pero si no me oyes,
si hay un jardín absurdo en su sonido,
cómo pese al fracaso no seguir
de tarde en tarde hablando, tan por dentro,
contigo. Yo a ti sí que te oigo.
No sólo en la memoria o en la sangre
o en algún rasgo nuestro o en tus huellas:
te oigo
           –tu silencio 
me sabe como a música–
en lo esencial que me dejaste aquí,
                                                     en este amor
tan grande y puro,
en lo que te has quedado a ser:

el único superviviente, padre mío, de este mundo.



In memoriam E.G. 
(1953-2018)