lunes

Poema de Ángel Luis Luján

 
TODOS LOS SANTOS

Algunos los he visto
sentados frente al fuego, haciendo tiempo,
removiendo en silencio la ceniza.
Mi abuela, por ejemplo. Ella leía
con unas lentes gruesas que ocultaban
sus ojos, tan maduros de haber visto;
recuerdo las visitas por la tarde,
su silla en el balcón cuando la estela
del horizonte ardía con pureza
sobre su blanco pelo recogido.
Nos decía, sin prisas ni palabras,
lo lento que, al contrario que se piensa,
a veces pasa el tiempo.

Algunos se nos fueron tan deprisa
que atropellaron todas las palabras
con que nos consolaban de la vida:
aquel muchacho triste cuando aún
olíamos a escuela
y a plaza de ancho barrio.
El mundo le arañaba las pupilas,
miraba por pequeños surtidores:
logró no ver la noche por sus ojos.
Un camión lo aplastó mientras cargaba
patatas, y entre el hierro y las raíces
fundó nuestra experiencia de la muerte.

Y otros niños ahogados en el río,
o en las charcas, después se aparecían
en sueños y llevaban renacuajos
en las manos hundidas.
Y el abuelo que no llegó a besar
ni a uno solo de sus nietos
con sus labios antiguos y dormidos.

Los hay de todas las alturas, sexos,
calidades, y aquellos que no he visto
no me impresionan menos que los otros,
los muertos familiares. En conjunto
hoy todos son: la piedra que les pesa
y que les sobra, el nombre indiferente,
la vela de las ánimas que llora
de ausencia sobre un mueble de cocina,
y no ven marchitarse, ni el olor
les viene a perdonar de tantas cosas.

Y un día, cuando acabe la visita
que hacemos piadosos, secretamente alegres,
nuestros huesos comunes, los recuerdos mutuos
se irán desconociendo con los años,
arrojando puñados de cenizas al futuro
y así hasta que el olvido se haga dueño
de todo lo que fue. La muerte es el origen.