XIII
Por la noche, penetro en mi alcoba como en un templo, tan fervorosamente, que mis rodillas se doblan. Porque allí está tu retrato, mirándome con esa bondad ilimitada del perdón.
Beso el cristal helado, en el sitio que transparenta tu boca, y me regocijo en iluminar tus ojos con el reflejo de los míos brillantes de emoción.
Junto mis manos sobre tu frente, y en trágica conmoción del alma, imploro tu compañía, el calor de tu protección cerca de mi lecho; y en fervoroso anhelo ruego al misterio para que tienda sobre mí el sudario del silencio.
Hablo con tu retrato, criatura mía, derramando sobre él cosas pueriles y profundas, como si fueran flores; lloro, río y, sintiéndote en mis brazos, te canto como si hubieras nacido de mí.
Y naces de mí; y para mí y en mí vives, porque para todos los demás estás muerto.
Te extraje de la sangre más noble de mi corazón y te uní a mi destino para siempre.