Una noche ocurrió que, estando sola, sola,
sentada en el terrado de mi torre
con un libro en la falda para dar a entender
que leía lo que nunca en realidad leía,
mientras Marian, abajo en el jardín, se arrodillaba
junto a la fuente de la que tan sólo me llegaba el rumor
con el que estremecía el callado sopor del día exhausto,
y pelaba otro higo del morado montón
junto a ella, en la hierba, y sacaba la pulpa
para dársela al niño impaciente –que de ella
lamía con ansiosos labios, mediando un hueco de aire
entre ella y su figura erguida, con la cara y los rizos encendidos
con el último rayo de sol, mientras pedía: «Dame, dame»
y con sus piececitos daba imperiosas patadas
pues todos somos príncipes de nacimiento–, me sobresaltó
una cosa: la risa de las almas inocentes, que abruptamente estalla,
como asustada de sí misma. Era
Marian la que reía. La vi alzar la mirada,
como con repentina vergüenza de que yo la oyera,
y enseguida clavé los ojos en mi libro
y me enteré, por fin, de que era el cuento de Boccaccio,
el del halcón, el del amante que por amor destruye lo que más
amor le profesaba. Eso hacemos algunos
y luego nos sentamos y dejamos de reír...
Ríe tú, dulce Marian: tienes derecho a ello,
ya que tienes al propio Dios, y un niño.
Yo que no tengo tanto, simplemente suspiro.
[Traducción de José Manuel Benítez Ariza]